FRANCISCO, ECO DEL CORAZÓN HERIDO DE CRISTO
En las alturas del Monte de la Verna, en el año 1224, San Francisco de Asís se sumergió en una oración ardiente, un clamor del alma que buscaba fundirse con el misterio de Dios. Fue allí, en el silencio roto solo por el viento entre los robles, donde un serafín de seis alas descendió como un fuego vivo, revelando la figura crucificada de Jesús. En un instante de gracia inefable, las llagas del Salvador se grabaron en la carne del humilde fraile: heridas sangrantes en manos y pies, un costado abierto como fuente de misericordia. No fue un suplicio impuesto, sino un don abrasador, un sello de amor que transformó su cuerpo en lienzo vivo del Evangelio, recordándonos que la verdadera unión con Cristo nace del deseo de compartir su entrega total.
El Espejo Sangrante de la Pasión
En las llagas de Francisco, la Pasión de Cristo no es un relato lejano, sino un pulso vivo que late en la piel del hombre. Sus manos, antes extendidas en bendición a los pobres, ahora portan los clavos que Jesús cargó por amor; sus pies, que recorrieron caminos de paz, sangran con el peso de la cruz que redime al mundo. Este reflejo es una comunión profunda: Francisco, el juglar de Dios, encarna el despojo del Hijo, donde el dolor se torna gozo, la humillación se eleva a gloria, y el costado abierto brota en ríos de perdón. En él, vemos cómo la cruz no aplasta, sino que ilumina, invitándonos a reconocer que cada herida nuestra puede ser puente hacia la resurrección, si la ofrecemos con la misma ternura que Francisco derramó en su fraternidad universal.