En Lucas 7, 11-17, encontramos una de las escenas más conmovedoras del Evangelio: Jesús se encuentra con una viuda que lleva a enterrar a su único hijo. No fue ella quien buscó a Jesús, fue Jesús quien se acercó a su dolor. “Al verla, el Señor se conmovió profundamente y le dijo: No llores.” Estas palabras revelan un Dios que no es indiferente al sufrimiento humano, un Dios que no espera ser buscado para actuar, sino que toma la iniciativa, se deja afectar por el llanto de los suyos, y actúa con poder para devolver la vida. Este pasaje no sólo muestra el milagro físico de la resurrección, sino el milagro aún más profundo del amor de un Dios que camina con nosotros y transforma nuestras lágrimas en esperanza.

Un Evangelio Vivo en un Mundo Herido

Hoy en día, el mundo sigue siendo ese cortejo fúnebre que avanza con dolor: las guerras, la soledad, la desesperanza, las familias rotas, los jóvenes sin rumbo, el llanto silencioso de quienes han perdido todo. En medio de todo esto, el Evangelio no ha perdido su voz ni su fuerza. Jesús sigue acercándose a nuestras realidades, muchas veces a través de personas que actúan con compasión, que se detienen, que no pasan de largo frente al sufrimiento ajeno. La Palabra se hace carne cada vez que alguien se atreve a consolar, a sanar, a devolverle valor y dignidad a una vida que parecía perdida.